La alegría de compartir el mundo

 

Me gustaría reflexionar sobre la posibilidad de compartir el mundo que gesta la cultura. Se trata de un tema extremadamente amplio, y no pretendo más que sugerir algunos aspectos que podrían ayudarnos a pensar.

Mi punto de partida es indirecto, porque quisiera, antes de entrar de lleno en el problema, anclarlo en una concepción metafísica. Para ello, traigo a colación una expresión de Emilio Komar, que encuentro profunda y sugerente: orden y misterio.

Sucede que al aproximarnos a la realidad, la descubrimos ordenada: esperamos con ansiedad el verano, o tal vez el otoño; en el medio de la noche, tenemos la convicción de que el día se aproxima, sabemos que aunque “la seca” se extienda, tarde o temprano ha de llover.

La realidad social también tiene una cierta regulación, de otro tipo tal vez, porque en este ámbito el dominio de lo convencional es mayor. Se trata de un ordenamiento mucho más variable y desconcertante, pero no por ello inexistente. Organizamos nuestra vida a partir de rutinas sencillas de trabajo, de esparcimiento, de actividades que compartimos con otros.

En este orden del mundo descubrimos que hay sentido, muchas veces extremadamente difícil de revelar, y en algunas ocasiones, de aceptar.

Sin embargo, al mismo tiempo, en nuestra vida cotidiana, estamos circundados por el misterio. ¿Podemos acaso ver con claridad cumplida en nuestro propio corazón? ¿Cómo, entonces, pronunciarse acerca del de otro? Se trata de un tema agustiniano de larga data. En el marco de la metafísica realista, cuando describimos la realidad como potencia o materia ¿qué queremos decir? Finalmente la potencia y la materia son impenetrables para la inteligencia, y aunque podemos reconocer nuestro conocimiento como verdadero, hay aspectos de lo real que permanecen opacos para nosotros. Desde otro punto de vista, la realidad –la luz de la verdad- sobrepasa tan completamente nuestra experiencia individual del mundo que no podemos menos que aceptar que conocemos aspectos parciales de ella. La realidad, por otra parte, nos remite a la Realidad que excede de manera absoluta nuestro espíritu, como lo Infinito excede a lo finito.

Por estos motivos entiendo que vivimos en un mundo el que lo que las cosas son, sus causas profundas y sentido final son accesibles al hombre, pero se hallan, sin embargo, penetrados de misterio. Misterio de lo que es incomprensible; misterio de la verdad que es siempre más amplia que nuestra capacidad concreta de conocerla. Aprehendemos la realidad, humanamente.

Un aspecto de esta aprehensión humana es el aspecto sociocultural.

 

Podemos entender la cultura como el producto de las capacidades humanas puestas en acción en el mundo. Reconocemos en la cultura una dimensión objetiva –un producto externo a mi mismo- y una dimensión subjetiva –es decir, una modificación o cualificación que se produce en mi-

La hermenéutica filosófica nos ha mostrado que tal puesta en acción siempre es concreta: vivenciamos –esto es, conocemos y valoramos- un mundo, aquel que se nos ofrece. Un mundo forzosamente limitado, porque nuestra experiencia personal no es nunca toda la experiencia humana posible, y sin embargo, abierto, porque la vida misma es posibilidad de experiencia. Así, nuestro acceso al mundo -al bien y a la verdad que se manifiestan en él- se halla inscripto en situaciones históricas y sociales que constituyen nuestro horizonte de comprensión, circunscrito y a la vez ampliable. La verdad, el bien y la belleza nos son accesibles como cultura, es decir en condiciones concretas.

 

Tal vez el aspecto más maravilloso del despliegue cultural es que nos brinda la posibilidad de compartir el mundo con otros. Así, cuando una persona desarrolla sus capacidades a través del conocimiento, de los afectos, o de la producción, abre la posibilidad de participar esta experiencia a otros y de cooperar con ellos. Cultura designa entonces ese patrimonio común participado por una comunidad.

Desde esta perspectiva, cultura es también y para nosotros el pulso y respiración de la vida cotidiana en las provincias. Sabiduría transmitida en el seno familiar y comunitario; en ella vivir bien y bien morir encuentran sentido, aciertan el sabor de la yerba mate, la devoción a la Virgen, el amor a los árboles y los pájaros, y los dulces caseros cocidos a fuego lento.

Por supuesto, esto no implica desconocer que en muchas oportunidades aparecen manifestaciones culturales que se resisten al encuentro y que desconocen la legitimidad de aquello que no se inscribe en su horizonte inmediato. Pero, sin desarrollo cultural no habría manifestación alguna de la naturaleza humana y por lo tanto, tampoco posibilidad de encuentro.

 

Cuando comprendemos las manifestaciones culturales desde esta perspectiva, preparamos el corazón para reconocer y recibir con alegría lo que el mundo nos ofrece. La tradición que ordena nuestro presente y constituye nuestro horizonte cotidiano muestra todo su valor pero también sus límites. Simultáneamente, aquella verdad que otras comunidades culturales han descubierto halla espíritus dispuestos a acogerla.

Nos abrimos entonces a la alegría del encuentro y de compartir el mundo.

* Por Lic. Florencia Tonello

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